martes, 12 de febrero de 2013

Undiano Mallenco

Hoy hay fútbol en la capital de España y a Alberto le ha tocado arbitrar el derbi madrileño. Enfundado en un traje oficial pasea por el césped del coliseo madridista con sus dos linieres. De momento, impera el silencio. En apenas dos horas, la quietud será quebrada por 80.000 aficionados que, sin vacilar, increparán al arbitro de la contienda si lo estiman oportuno. No hay lugar para la congoja. Tampoco para la duda. Su trabajo consiste en tomar decisiones que molestarán a miles y que sosegarán, durante sólo un instante, los ánimos enfervorizados de otros tantos.
Con apenas 36 años, Alberto se ha erigido en uno de los colegiados más respetados en Europa. ¿Cómo? Con trabajo, esfuerzo y soledad. La soledad de un éxito forjado a base de anonimato. Una semana antes, el navarro toma café en una cafetería de la Rochapea, el barrio pamplonés que le vio crecer. Se expresa sin sobresaltos y, antes de responder a preguntas delicadas, arrastra la ‘e’ hasta que encuentra las palabras adecuadas. “Se trata de que no se hable de nosotros. Eso es lo complicado”.
Alberto nunca juega en casa. A pesar de que, según dice, “el árbitro nunca debe ser el protagonista”, el colegiado suele ser el ciervo al que todos tienen en el punto de mira de un rifle con forma de cámara de fotos. Si titubea, si falla, si da un paso en falso, un sinfín de francotiradores acreditados para ello dispararán sus flashes para herirle. Si no comete errores, saldrá del campo sano y salvo. Nadie le gritará, nadie se acordará de él y, por supuesto, nadie le felicitará.
Son las 21.00 horas y todo está listo. Antes de salir del vestuario, Alberto se santigua, siempre lo hace. Ocho escalones negros con los bordes revestidos de aluminio separan la parte baja del túnel de vestuarios del césped del Santiago Bernabéu. Alberto es el primero en cruzarlos. Lo hace sujetando el balón del partido con la mano derecha. Lleno absoluto. Los dos capitanes acuden a saludarle. El mutismo de hace dos horas se ha visto silenciado por los gritos, las consignas y los cánticos. Lanza la moneda y posa para la foto. Público, fotógrafos, cámaras de televisión y más público. Todos centran sus miradas en el trío arbitral y en los dos capitanes. “Lo cierto es que ya son seis clásicos.  Soy una persona bastante tranquila y lo llevo todo con bastante normalidad. Procuro estar al margen de todos los comentarios, antes y después del partido”.
“Antes todo era diferente”. Sin dejar de mirarme a los ojos, Alberto rememora los tiempos en los que empezó a arbitrar. No había cámaras ni fotógrafos. “Cuando ascendí hace 13 años a Primera División no había ni la décima parte de medios que existen actualmente. Sería una locura estar pendiente de lo que dicen de ti todos ellos”.
En ocasiones, tampoco había linieres. Solo tierra, cal blanca, dos equipos amateur y él, el colegiado. “Tengo muy buen recuerdo del arbitraje en tierra, disfrutabas incluso más que ahora; había partidos complicados pero yo sólo tuve un incidente, un leve golpe en la cabeza”, dice.
Él lo llama golpe. Su padre, José Manuel, “paragüazo”. Undiano Mallenco comenzó a mancharse el uniforme arbitral en los campos de fútbol de Navarra por casualidad. Con apenas seis años empezó a jugar al fútbol. No se le daba bien. José Manuel y María Dolores –la madre de Alberto- viven en piso de la Rochapea. Me presento y se sientan con cierta desconfianza (lo cierto es que la prensa nunca ha estado de parte del colectivo arbitral).
—¿Por qué Alberto dejó de jugar al fútbol? —pregunto.
—Llegó a jugar incluso de portero, pero se tiraba de cabeza a por los balones; moral tenía, pero…—responde su padre.
Poco le duraron los guantes. Con 14 años los cambió por un chándal negro, un silbato que encontró olvidado en un cajón de su casa y una moneda de cinco duros que Alberto guardó y utilizó antes de cada partido hasta hace sólo un par de años. Y es que el colegiado siguió al pie de la letra una de las máximas de su padre: “Si algo funciona, por qué cambiarlo”. Por ello, el navarro sigue cortándose el pelo en la misma peluquería que cuando tenía 15 años. Por ello, lleva más de diez años sin dejar que su mujer lave, planche o doble su indumentaria arbitral. Las rutinas le funcionan y eso le basta.
—¿Cuándo les dijo que quería ser árbitro?
José Manuel es el primero en responder. Lo hace rápido: “La primera vez fue a los 13 ó 14 años. Probó, le gustó y…”. Su esposa, María Dolores, le interrumpe: “Le dijo que quería ser árbitro y su padre dijo: ‘¿Para árbitro! No le firmo la autorización”. Ella ríe; él se avergüenza. Tenía 16 años y había encontrado una forma de matar sus horas de ocio. Su padre, sin embargo, sólo tenía miedo, sólo quería evitar que cuando Alberto empezase en el oficio como asistente algún desalmado le endosase un “paragüazo” en la cabeza mientras éste corría por la banda. “Más que el golpe, lo que le dolió fue la falta de respeto; esas cosas se las guarda, pero las faltas de respeto son lo que más le duelen”, aclara su madre.
En aquel momento Alberto era un diamante en bruto esperando a que la tierra y el barro de los campos de fútbol de Navarra le dieran forma, le puliesen. En tan sólo dos años comenzó a arbitrar en Regional. Un año después ascendió a Preferente, donde sólo estuvo doce meses porque le ascendieron a Tercera División. Era la temporada 1994/95. Tres años después ya arbitraba en Segunda. En la categoría de plata ejerció durante otras tres temporadas. Luego, el cielo: ascendió a Primera con 26 años, convirtiéndose en el árbitro español más joven en estrenarse en la máxima división de la Liga. Su debut: Numancia 1, Real Oviedo 0. “Hizo frío y fue raro porque era un campo pequeñito. El segundo partido fue en el Camp Nou, ahí sí que no me lo creía”, afirma.
En su casa conocen el potencial de Alberto. Su padre lo explica a su manera: “Llegó un momento en que la gente por la calle dejó de decir: ‘¡Mira! Ahí va José Manuel con su hijo’, y comenzó a decir: ‘¡Mira! Alberto, el árbitro, y su padre’”. No le molesta que estas cosas sucedan. José Manuel habla con todo el rostro y su cara emana orgullo.
La primera impresión que uno se lleva cuando conoce a padre e hijo es que ambos son muy parecidos. El primero mira a los ojos con vergüenza, pero intenta no apartar la mirada. Es igual de tímido que Alberto, pero merece la pena aguantar las preguntas de la prensa para que quede claro que hablar de tu hijo “es difícil porque es complicado decir algo malo de él”. Alberto es más alto que su padre y sólo desvía los ojos de los de su interlocutor cuando duda.
Aún en la cafetería, el colegiado juguetea con una cucharilla inmersa en su café con leche.
—Tiene usted dos hijos pequeños, ¿querría que alguno de ellos siguiese sus pasos? —pregunto.
Duda y vuelve a arrastrar la ‘e’. “Mis hijos no son muy futboleros. Si quisiesen algún día arbitrar les apoyaré pero no voy a hacer nada por convencerlos”.
José Manuel y Alberto no han dejado de parecerse. Son iguales. Quieren lo mejor para sus hijos, y eso implica apartarles de una vida en la que el éxito y la popularidad son antónimos. Una diferencia: Alberto vive y da de comer a los suyos ordenando errores ajenos; su padre, no obstante, quiso evitar que el mayor de sus hijos errara al elegir su camino. “Y me equivoqué, yo ya no le digo nada”. Tras ésas palabras, José Manuel aparta la mirada por primera vez.
Alberto Undiano dio sus primeros pasos en el mundo del arbitraje gracias a un error no consumado. Hoy, 21 años después, se ha convertido en un maestro del desliz. Lo conoce, lo advierte y lo clasifica cual juez. La vara de medir con la que se califica el trabajo de los de negro es férrea. Él, por su parte, pide justicia para los jueces: “No es justo que se diga que hemos estado horrorosos por que nos equivoquemos una vez”.
El navarro toma una media de 150 decisiones por partido. Un solo fallo implica el castigo de la prensa y la penitencia involuntaria de alguien que no es capaz de conciliar el sueño cuando no ha estado bien en el trabajo.
—Hay veces que estás una semana jodido por una mala actuación —alega.
—¿Por ejemplo? —le pregunto.
—Ahora mismo no sabría decirte —responde.
Es habitual verle en los grandes estadios de Europa, pitando partidos de nivel. Pero también arrima el hombro cuando no tiene partido un fin de semana, y faltan árbitros para dirigir partidos regionales en Navarra. “La verdad que una de las claves del éxito es afrontar cualquier tipo de partido de la misma manera. Es igual de importante un partido donde se está jugando la Liga, que  otro que se juegan la Champions, el descenso…”
Javier es el hijo menor del colegiado navarro y a él también le gustaría marcar tantos en la mejor liga del mundo. Alberto, sin embargo, no puede dedicarle goles, sólo sonrisas, mimos y un buen ejemplo. “Éste duerme con balones, pero el mayor, David, no quiere oír hablar de fútbol; una vez me dijo que qué haría si le entraba hambre en medio de un partido”. Alberto ríe rodeado de los suyos. Ya no está en la cafetería. Ahora posa para un fotógrafo en su casa de la Rochapea.
Mi compañero lo intenta: “Pruebe a posar más relajado”. “Suelte los brazos, no los coloque detrás de la espalda”, insiste. Nada. A pesar de que Alberto no lleva la toga puesta, sigue siendo un árbitro. No está rodeado de fútbol y aún así es incapaz de cambiar la postura que adopta todos los fines de semana, cuando por protocolo posa para la foto junto a los capitanes de los dos equipos de turno.
El fotógrafo desiste y ofrece su cámara a María, la mujer de Alberto. Accede y mira a su marido por el objetivo. Él no cambia la postura. Ella le hace una mueca. Entonces, el colegiado deja de serlo y se convierte simplemente en Alberto. Sonríe, se relaja. María lo advierte y lo inmortaliza tal y como ella le ve. “Cuando le conocí yo era muy futbolera; me dijo que era árbitro y dije: ¡Jesús!, si son humanos”, explica.
Ella es el estandarte sobre el que Alberto se apoya cuando la mala fortuna abandera alguno de sus partidos. María habla de él detrás de unas gafas de pasta roja. Templanza, frialdad, firmeza. Alberto acapara todas esas cualidades dentro del campo. María, sin embargo, quiere mostrar su lado más humano. “Antes de que entrase el año 2000, me decía medio en broma: ‘Con la entrada de siglo te pido matrimonio’. Nada más partir el año, me trajo un anillo de los chinos en plan cachondeo; pero siguió para adelante”, dice. Sus palabras sonrojan al colegiado, que deja de posar, la mira y sonríe mientras baja la cabeza.
Dos fotos destacan en su casa. En la primera, un clásico: Alberto posa para los francotiradores con Raúl y Puyol. En la segunda, aparece saludando al Rey en la final de Copa del 16 de abril de 2008. “Fue un partido precioso. Te acuerdas de todo, saludas al Rey, lo tienes grabado… El Rey nos dio la enhorabuena”, recuerda Alberto. El monarca debía estar en lo cierto, porque Alberto repitió en una final de Copa.
El colegiado navarro guarda una grata imagen de aquella primera final y apunta que fue el momento más especial de su carrera. Su madre le siguió desde el palco, sentada al lado de Raúl y de Casillas. Su mujer intentó hacer lo propio desde casa. No pudo. Estaba embarazada de su segundo hijo, Javier. “Tuve que quitar el partido de la tele porque empecé con contracciones por los nervios”, dice.
La historia de Alberto es como la de una moneda lanzada al aire. Salga cara, salga cruz, siempre habrá un lado que jamás se verá. Tres días después de la final de Copa, Alberto pitó en Zaragoza. Lanzó su moneda y firmó una buena actuación. Ésa fue su cara. Su cruz: no vio nacer a Javier. Y no era la primera vez que Alberto ganaba y perdía al mismo tiempo.
Su gloria es su suplicio. Cuanto más grande se hace, tanto mayor es la nube que ensombrece sus vivencias familiares. Lo explica: “Me he perdido muchísimas, en el último año he estado fuera 130 días”. Su envergadura arbitral, sin embargo, ya pesaba cuando María esperaba al primer retoño de la pareja, David. El colegiado fue designado para pitar en el campeonato de Europa sub 19. El torneo se celebró en Irlanda. Partió de Pamplona e hizo escala en Madrid. Allí, en Barajas, se lo comunicaron: “Alberto, tu señora se ha puesto de parto”.
—¿No pudo volver? — pregunto a su mujer.
—Me dijo: ‘¿Qué hago?’. Pero es su trabajo. Le contesté: ‘Ya que te lo vas a perder, llega hasta la final’ —responde ilusionada.
Alberto conoció a su primer hijo 15 días después de que naciera. Durante esas dos semanas se tuvo que contentar con contemplarle desde lejos, en su habitación de hotel y a través de Internet. En María no caben los reproches. Está orgullosa de su marido y lo deja entrever cuando esquiva preguntas regalando elogios a los suyos.
—¿Por qué no ve sus partidos?
—Porque es duro.
El pamplonés nos espera en el aparcamiento del campo de fútbol del UCD Burladés, un equipo local. Allí, la hierba mal cortada y la pista de atletismo que acota el terreno de juego le han ayudado a seguir el ritmo de chavales de 22, 23, 24 ó 25 años. Chavales como Messi, Higuaín, David Silva o Cristiano. “En España las pruebas de los árbitros son más duras que las de Europa. Aquí las hacen cada tres meses y si no las pasas, no puedes arbitrar”, expone el colegiado.
Alberto quiere enseñarnos en qué consiste uno de los tests que tiene que pasar asiduamente. Un fotógrafo y dos redactores de Quality Sport accedemos. Alberto, aún en el aparcamiento, nos conduce hacia su entrada improvisada. “Hay que saltar esta tapia, el campo está justo detrás”, dice. Saltamos.
“El interval consiste en recorrer doce veces 150 metros a un ritmo alto. Después de cada 150 metros, descansas 35 segundos andando y vuelves a correr”, explica. Undiano se coloca en la pista de atletismo y comienza la prueba. El primer redactor (21 años) abandona en la tercera vuelta. En la cuarta, el fotógrafo (22). El tercero aguanta el recorrido completo, doce vueltas a la pista de atletismo. Alberto apenas suda. El redactor es incapaz de hablar. Lo hace minutos más tarde. “No te imaginas cómo tengo los gemelos”, se queja. El colegiado pamplonés, sin embargo, le hace un regalo: “Estás hecho una máquina”.
Ya sentado a pie de pista, Alberto estira. Habla con las manos, las mueve continuamente.
—¿Cambian mucho los jugadores en función de si están dentro o fuera del campo?
El navarro responde de inmediato: “Hay muchos que se transforman”. Sin dejar opción a una nueva pregunta, recula a medias y continúa hablando. “Ellos tienen una vida muy jodida, el martes son dioses y el miércoles demonios. No se respeta la regularidad, hacemos gigantes con pies de barro”, dice.
La conversación avanza. Un empleado de la instalación deportiva la interrumpe.
—¿Sois socios del club? —pregunta.
—No, soy árbitro de fútbol y suelo entrenar aquí —se adelanta Alberto.
—¿Por dónde habéis entrado?
—Saltando la tapia —responde el navarro.
—Pues la próxima vez entrad por la puerta como personas normales —concluye el operario.
Alberto se disculpa. Me mira, sonríe. “Éste debe ser nuevo”, dice.
“Tengo una obsesión: que saquen las manos en las faltas. Es muy complicado ver una mano”, prosigue.
La predisposición de aquel que no cesa en su empeño por hacer las cosas bien es lo que Javier Lorente, concejal delegado del área de Bienestar Social y Deporte del Ayuntamiento de Pamplona, supo ver en Alberto. Cuando el colegiado pamplonés lanzó por primera vez su moneda de cinco duros, Lorente era el presidente del Comité Navarro de Árbitros. Sentado alrededor de una de las mesas de su despacho, afirma que no le sorprende que el nombre de Undiano Mallenco suene en estadios como el Santiago Bernabéu. “La primera vez que le vi arbitrar fue en un partido de Primera Regional, en Huarte, un pueblo navarro. Ésa forma de arbitrar no era normal. Era demasiado joven para tener ese control psicológico del partido”, explica.
Un día entre semana, Lorente invitó a Alberto a su despacho. “Si te cuidas y si tu trayectoria sigue así, puedes llegar muy lejos”, le dijo. El joven navarro no respondió. En palabras de Lorente, “se quedó todo cortado”. Alberto no desoyó el consejo de su presidente. Tampoco el de su padre, que le animó a seguir estudiando.
En 1996, el colegiado se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Siete años más tarde, recibió el diploma que le acreditó como licenciado en Ciencias Políticas. Esta vez, estudió a distancia a través de la UNED. “Cuando empecé mi segunda carrera estaba en Segunda B. No tenía claro que la fuera a terminar, pero por cabezonería la acabé”, expone.
Esa obcecación fue la culpable de que Lorente le ofreciese un puesto en el área de Bienestar Social y Deporte en el Ayuntamiento de Pamplona. Fue en 2008. “Buscaba una persona preparada, alguien recto e íntegro; quería trasladar sus cualidades arbitrales a este mundo; era un puesto para él”, recuerda el concejal.
Alberto escuchó la propuesta en una cafetería de la Rochapea y en compañía de su mujer. Por momentos, el colegiado volvió al despacho en el que años atrás le habían sacado los colores. La reacción del pamplonés ante el agasajo de Lorente fue exactamente la misma. “Se quedó un poco cortado y me dijo que me llamaría”, recalca el concejal. “Lo he pensado y me parece un reto bonito. Acepto”: ésa fue la contestación del colegiado.
Cumplió con todas las expectativas. No defraudó. Lorente rememora los meses en los que Alberto estuvo en el cargo, apenas cumplió un año, y se deshace en elogios: “Su disposición fue total, aguantó descalificaciones, que hubo muchas. Estaba aquí a todas horas: mañana, tarde…”. Y noche. Alberto ya era una persona ocupada antes de pisar el Ayuntamiento de Pamplona. Mujer, hijos, entrenamientos, Liga, Champions… No en vano, si una llamada de la policía le despierta poco antes de media noche y demanda su colaboración, él se presta. “Una chica se quedó encerrada en una unidad de barrio, marcó el 112 y dijo mi nombre. La policía me llamó para que les acompañase”, comenta el navarro.
El colegiado trabajó a destajo durante aquellos meses. Dentro y fuera del campo. Sus tareas propiciaron que tuviera que disponer de un par de móviles. Familia, compañeros, prensa y Ayuntamiento se repartían entre los dos aparatos. Quizá por ello, Alberto recibió una de las noticias más importantes de su carrera a través de Internet.
Sala VIP del aeropuerto de Barajas. El navarro ha hecho trasbordo en Madrid y aguarda la salida de su vuelo con destino a Pamplona. Está inquieto. Acaba de publicarse la lista con los 38 árbitros preseleccionados para acudir al Mundial de Sudáfrica. A pesar de que el navarro sabe que los apellidos están ordenados por orden alfabético, comienza a leer los que empiezan por la ‘a’. Lee, lee y continúa leyendo. Casi al final, lo encuentra: “Undiano Mallenco, Alberto”.
Primero llamó a su mujer. Luego, a sus padres. “Ya es seguro, ya lo podéis decir”, les dijo. La tercera llamada se la dedicó a Fermín, el asistente que lleva acompañándole desde que Alberto ascendió a Primera División: “¡Estamos en la lista!”. Poco más tarde, habló con Javier Lorente: “Javier, se confirma”. La designación de la FIFA hizo que el colegiado no pudiera seguir atendiendo sus compromisos con el Ayuntamiento de Pamplona.
—¿Cómo afrontó tener que renunciar al Ayuntamiento? —le pregunto.
—Me sentí muy dolido, pero me llevo muy buenos recuerdos de aquella época.
Lorente lo entendió: “Ojala todos los trimestres un trabajador de mi área dejara el puesto por motivos como éste. 38 en todo el mundo…
“A nivel internacional es lo máximo a lo que un árbitro puede aspirar. Nunca imaginé que pudiera arbitrar un Mundial pero fue un sueño que se hizo realidad. La experiencia fue magnífica tanto en lo deportivo como en lo personal y siempre tendré  el recuerdo de que estuve en el primer Mundial que ganó España”, sonríe ensimismado el colegiado.
No pudo repetir experiencia profesional en la pasada Eurocopa, “estuvo un grandísimo árbitro español y a mi me tocó seguirlo por TV, pero no pasa nada”, espeta Undiano. De la decepción rápidamente ha pasado a la alegría. “Ahora mismo estoy pre-seleccionado dentro de un grupo de árbitros que pelearemos por estar en el Mundial de Brasil y lucharé con todas mis fuerzas”, anuncia. Es su próximo objetivo. Depende de sus actuaciones cada fin de semana y de los partidos que le toque dirigir en Champions. Su cabezonería navarra le va a ayudar a conseguir lo que se propone. Si todo sale bien, estará en Brasil junto a Raúl Cabañero y a Roberto Díaz como asistentes. Hay otro trío arbitral español que va a pelear por quitarles el puesto. Velasco Carballo y sus asistentes, Roberto Alonso y Juan Carlos Yuste, también están preseleccionados.
Corre junto a los mejores y no se le reconoce tal mérito. Está en la élite, pero el fútbol le trata de manera diferente al resto. “Mi familia, cuando ve mis partidos, está esperando a que acaben cuanto antes sin que pase nada. Todo es al revés”, alega. El navarro afirma que los árbitros no buscan el agasajo. Tampoco el dinero. Sin embargo, ansía que algún día se comprenda que los colegiados son algo más que simples jueces: “Un árbitro es un deportista”.
El partido está muerto. Unos temen el pitido final de Alberto; otros, lo anhelan. Todos comienzan a tenerle en cuenta. Restan tres minutos de descuento. Aún no es la hora. El árbitro alza las manos hacia el cielo y dicta sentencia. El colegiado sale del terreno de juego sin heridas.
La tinta no sabe gritar, pero sí recordar, felicitar. Ahora sí: Alberto, enhorabuena. Buen partido.

Caricatura Undiano Mallenco 
Fuente:  qualitysport.org

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