Es un fenómeno generalizado pensar que la práctica deportiva es un excelente medio educativo para nuestros hijos. Sin embargo, solo podrá ser educativo en la medida en la que todos los adultos implicados en dicha práctica así lo crean y lo lleven a la realidad. Por desgracia, y cada vez con mayor asiduidad, esta afirmación puede quedar en entredicho.
En las escuelas deportivas de base, uno de los principales objetivos es la educación y transmisión de valores. En estas edades tempranas, los niños y niñas aprenden mucho más fácil y rápidamente, sobre todo, a través de dos fenómenos principales: por observación y por imitación. Asumimos que, a estas edades, son esponjas que absorben todo lo que acontece en sus entornos más cercanos y, es por eso, que se resalta la importancia de la educación en valores deportivos en las primeras etapas o de iniciación a la práctica deportiva, ya que es el mejor momento para que puedan aprenderlos e interiorizarlos y formen parte, de su futura personalidad.
No obstante, en ocasiones, se nos olvida que la misma facilidad que tienen para adquirir valores positivos, la tienen para adquirir aquellos que no lo son tanto. Así pues, un niño que ve como sus padres felicitan a los padres del equipo contrario porque han ganado, está aprendiendo, pero, un niño que ve como sus padres insultan a los padres del equipo contrario porque han ganado, también está aprendiendo. Dos formas muy diferentes de actuar ante una misma situación: aceptación vs. frustración. ¿Cuál queremos para nuestros hijos?
Cuando hablamos de valores negativos, seguramente se nos vienen a la cabeza las situaciones de violencia en las gradas que últimamente hemos podido observar en los diferentes medios de comunicación en las que, por ejemplo, ha habido enfrentamientos físicos entre padres diferentes equipos. Esto es grave. Muy grave dada las múltiples consecuencias colaterales que esto suele acarrear. Sin embargo, también hay otro tipo de violencia igual de grave que es la verbal y que, en muchas ocasiones, no solo se dirige a las figuras del equipo contrario o al árbitro, sino que tiene como diana, figuras del propio club, compañer@s de nuestr@s hij@s o lo que es peor, nuestr@ propi@ hij@.
Por un lado, los motivos por los que los padres y madres pueden llegar a perder los papeles en las gradas pueden ser de muy diversa índole: falta de autocontrol, necesidad de que sus hijos/as ganen para presumir de ellos delante de otros, proyección de lo que ellos no llegaron a lograr o esperar que sus hijos lleguen ser deportistas de élite e incluso, como se suele decir, los saquen de pobres. Por otro lado, no cabe duda de que las situaciones de competición en el deporte, suponen un escenario rico en emociones tanto positivas como negativas y en las que unas y otras, afloran con muchísima facilidad, por lo que se puede pasar de la alegría de meter un gol a la frustración de empatar en el último minuto en tan solo, un abrir y cerrar de ojos.
Da igual cuales quieran que sean los motivos por los que un adulto pierda los papeles lo que, en ningún caso debemos olvidar, es que cualquier conducta se aprende e interioriza mucho mejor y de manera más rápida si esta se acompaña de una emoción fuerte o intensa. Por tanto, un adulto que actúa de manera violenta o agresiva delante de los/as niños/as (insultando a los rivales, menospreciando a los compañeros, al entrenador o a sus propios hijos…) se está convirtiendo en un potente modelo a imitar en futuras situaciones similares.
Seguramente, todos hayamos visto reflejado en este tipo de “oveja negra de las gradas” a alguien conocido que, a menudo, se pasa todo el partido o la competición, gritando a su hijo/a qué debe hacer en cada momento o lo regaña cuando llega a casa, insulta al árbitro por una falta mal pitada o a los rivales por el simple hecho de ser mejores, discute las decisiones del entrenador/a o menosprecia a los compañeros de equipo de su hijo cuando pierden el balón, provocando así el enfrentamiento con padres del mismo equipo. Y, seguramente también, si preguntásemos que piensan o sienten a las verdaderas víctimas de este tipo de conductas inapropiadas, l@s niñ@s, nos encontraremos repuestas como estas:
“Me siento triste cuando mi padre me regaña después del partido. Me dice que no he jugado con intensidad, que así no seré nunca un jugador de Primera División, que fallo en los pases porque me falta concentración. Y mi madre le apoya. Dice que juego como si no me importara ganar. También me echan en cara que se gasten dinero en mí y que me dedican muchas horas llevándome y recogiéndome del fútbol. A mí me gusta jugar al fútbol, me gusta aprender cosas nuevas, dar un pase de gol, estar con amigos, ganar, pero tampoco me importa mucho perder, porque eso es lo que nos dice el míster. Pero últimamente ya no disfruto, vengo a jugar los fines de semana nervioso, pensando que, si no le gusto a mi padre, lo oiré gritar desde la banda, me dirá que me mueva, que espabile, y a veces me siento tan nervioso que no sé ni por dónde va el balón. Si vale la pena seguir viniendo cuando ya no disfruto. Pero si decido no jugar más, también les voy a decepcionar” (P. Ramirez, El Pais.)
Afortunadamente, este tipo de “ovejas negras de las gradas” no conforma ni mucho menos, la mayoría de aficionados de un equipo sino que, por el contrario, suponen casos muy puntuales. El problema es que su presencia “se hace mucho de notar”. Por suerte, hay muchos padres y madres que reconocen y son conscientes, de la importancia del deporte como práctica saludable, como oportunidad para la integración social y el establecimiento de relaciones con los iguales, como indiscutible medio de desarrollo de todas las facetas del niño/a (física, psicológica y social) y, sobre todo, como excelente contexto promotor para la diversión y el disfrute de sus hijos/as. Al fin y al cabo, esto es lo que debe primar siempre, por encima de todo.
Fuente: psicosportcris.blogspot.com.es
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