Hoy hay fútbol en la capital de España y a Alberto le ha tocado
arbitrar el derbi madrileño. Enfundado en un traje oficial pasea por el
césped del coliseo madridista con sus dos linieres. De momento, impera
el silencio.
En apenas dos horas, la quietud será quebrada por
80.000 aficionados que, sin vacilar, increparán al arbitro de la
contienda si lo estiman oportuno. No hay lugar para la congoja.
Tampoco para la duda. Su trabajo consiste en tomar decisiones que
molestarán a miles y que sosegarán, durante sólo un instante, los ánimos
enfervorizados de otros tantos.
Con apenas 36 años, Alberto se ha erigido en uno de los colegiados
más respetados en Europa. ¿Cómo? Con trabajo, esfuerzo y soledad. La
soledad de un éxito forjado a base de anonimato. Una semana antes, el
navarro toma café en una cafetería de la Rochapea, el barrio pamplonés
que le vio crecer.
Se expresa sin sobresaltos y, antes de
responder a preguntas delicadas, arrastra la ‘e’ hasta que encuentra las
palabras adecuadas. “Se trata de que no se hable de nosotros. Eso es lo
complicado”.
Alberto nunca juega en casa. A pesar de que, según dice, “el árbitro nunca debe ser el protagonista”,
el
colegiado suele ser el ciervo al que todos tienen en el punto de mira
de un rifle con forma de cámara de fotos. Si titubea, si falla, si da un
paso en falso, un sinfín de francotiradores acreditados para ello
dispararán sus flashes para herirle. Si no comete errores,
saldrá del campo sano y salvo. Nadie le gritará, nadie se acordará de él
y, por supuesto, nadie le felicitará.
Son las 21.00 horas y todo está listo. Antes de salir del vestuario,
Alberto se santigua, siempre lo hace. Ocho escalones negros con los
bordes revestidos de aluminio separan la parte baja del túnel de
vestuarios del césped del Santiago Bernabéu. Alberto es el primero en
cruzarlos. Lo hace sujetando el balón del partido con la mano derecha.
Lleno absoluto. Los dos capitanes acuden a saludarle. El mutismo de hace
dos horas se ha visto silenciado por los gritos, las consignas y los
cánticos. Lanza la moneda y posa para la foto. Público, fotógrafos,
cámaras de televisión y más público. Todos centran sus miradas en el
trío arbitral y en los dos capitanes.
“Lo cierto es que ya son
seis clásicos. Soy una persona bastante tranquila y lo llevo todo con
bastante normalidad. Procuro estar al margen de todos los comentarios,
antes y después del partido”.
“Antes todo era diferente”. Sin dejar de mirarme a los ojos, Alberto
rememora los tiempos en los que empezó a arbitrar. No había cámaras ni
fotógrafos.
“Cuando ascendí hace 13 años a Primera División no
había ni la décima parte de medios que existen actualmente. Sería una
locura estar pendiente de lo que dicen de ti todos ellos”.
En ocasiones, tampoco había linieres. Solo tierra, cal blanca, dos equipos amateur y él, el colegiado.
“Tengo
muy buen recuerdo del arbitraje en tierra, disfrutabas incluso más que
ahora; había partidos complicados pero yo sólo tuve un incidente, un
leve golpe en la cabeza”, dice.
Él lo llama golpe. Su padre, José Manuel, “paragüazo”.
Undiano Mallenco comenzó a mancharse el uniforme arbitral en los campos
de fútbol de Navarra por casualidad. Con apenas seis años empezó a
jugar al fútbol. No se le daba bien. José Manuel y María Dolores –la
madre de Alberto- viven en piso de la Rochapea. Me presento y se sientan
con cierta desconfianza (lo cierto es que la prensa nunca ha estado de
parte del colectivo arbitral).
—¿Por qué Alberto dejó de jugar al fútbol? —pregunto.
—Llegó a jugar incluso de portero, pero se tiraba de cabeza a por los balones; moral tenía, pero…—responde su padre.
Poco le duraron los guantes. Con 14 años los cambió por un
chándal negro, un silbato que encontró olvidado en un cajón de su casa y
una moneda de cinco duros que Alberto guardó y utilizó antes de cada
partido hasta hace sólo un par de años. Y es que el colegiado
siguió al pie de la letra una de las máximas de su padre: “Si algo
funciona, por qué cambiarlo”. Por ello, el navarro sigue cortándose el
pelo en la misma peluquería que cuando tenía 15 años. Por ello, lleva
más de diez años sin dejar que su mujer lave, planche o doble su
indumentaria arbitral. Las rutinas le funcionan y eso le basta.
—¿Cuándo les dijo que quería ser árbitro?
José Manuel es el primero en responder. Lo hace rápido: “La primera
vez fue a los 13 ó 14 años. Probó, le gustó y…”. Su esposa, María
Dolores, le interrumpe:
“Le dijo que quería ser árbitro y su padre dijo: ‘¿Para árbitro! No le firmo la autorización”.
Ella ríe; él se avergüenza. Tenía 16 años y había encontrado una forma
de matar sus horas de ocio. Su padre, sin embargo, sólo tenía miedo,
sólo quería evitar que cuando Alberto empezase en el oficio como
asistente algún desalmado le endosase un “paragüazo” en la cabeza
mientras éste corría por la banda. “Más que el golpe, lo que le dolió
fue la falta de respeto; esas cosas se las guarda, pero las faltas de
respeto son lo que más le duelen”, aclara su madre.
En aquel momento Alberto era un diamante en bruto esperando a que la
tierra y el barro de los campos de fútbol de Navarra le dieran forma, le
puliesen. En tan sólo dos años comenzó a arbitrar en Regional. Un año
después ascendió a Preferente, donde sólo estuvo doce meses porque le
ascendieron a Tercera División. Era la temporada 1994/95. Tres años
después ya arbitraba en Segunda. En la categoría de plata ejerció
durante otras tres temporadas. Luego, el cielo: ascendió a Primera con
26 años, convirtiéndose en el árbitro español más joven en estrenarse en
la máxima división de la Liga. Su debut: Numancia 1, Real Oviedo 0.
“Hizo frío y fue raro porque era un campo pequeñito. El segundo partido fue en el Camp Nou, ahí sí que no me lo creía”, afirma.
En su casa conocen el potencial de Alberto. Su padre lo explica a su
manera: “Llegó un momento en que la gente por la calle dejó de decir:
‘¡Mira! Ahí va José Manuel con su hijo’, y comenzó a decir: ‘¡Mira!
Alberto, el árbitro, y su padre’”. No le molesta que estas cosas
sucedan. José Manuel habla con todo el rostro y su cara emana orgullo.
La primera impresión que uno se lleva cuando conoce a padre e hijo es
que ambos son muy parecidos. El primero mira a los ojos con vergüenza,
pero intenta no apartar la mirada. Es igual de tímido que Alberto, pero
merece la pena aguantar las preguntas de la prensa para que quede claro
que hablar de tu hijo
“es difícil porque es complicado decir algo malo de él”. Alberto es más alto que su padre y sólo desvía los ojos de los de su interlocutor cuando duda.
Aún en la cafetería, el colegiado juguetea con una cucharilla inmersa en su café con leche.
—Tiene usted dos hijos pequeños, ¿querría que alguno de ellos siguiese sus pasos? —pregunto.
Duda y vuelve a arrastrar la ‘e’.
“Mis hijos no son muy futboleros. Si quisiesen algún día arbitrar les apoyaré pero no voy a hacer nada por convencerlos”.
José Manuel y Alberto no han dejado de parecerse. Son iguales.
Quieren lo mejor para sus hijos, y eso implica apartarles de una vida en
la que el éxito y la popularidad son antónimos. Una diferencia:
Alberto
vive y da de comer a los suyos ordenando errores ajenos; su padre, no
obstante, quiso evitar que el mayor de sus hijos errara al elegir su
camino. “Y me equivoqué, yo ya no le digo nada”. Tras ésas palabras, José Manuel aparta la mirada por primera vez.
Alberto Undiano dio sus primeros pasos en el mundo del arbitraje
gracias a un error no consumado. Hoy, 21 años después, se ha convertido
en un maestro del desliz. Lo conoce, lo advierte y lo clasifica cual
juez. La vara de medir con la que se califica el trabajo de los de negro
es férrea. Él, por su parte, pide justicia para los jueces:
“No es justo que se diga que hemos estado horrorosos por que nos equivoquemos una vez”.
El navarro toma una media de 150 decisiones por partido. Un solo fallo implica el castigo de la prensa y la penitencia involuntaria de alguien que no es capaz de conciliar el sueño cuando no ha estado bien en el trabajo.
—Hay veces que estás una semana jodido por una mala actuación —alega.
—¿Por ejemplo? —le pregunto.
—Ahora mismo no sabría decirte —responde.
Es habitual verle en los grandes estadios de Europa, pitando partidos
de nivel. Pero también arrima el hombro cuando no tiene partido un fin
de semana, y faltan árbitros para dirigir partidos regionales en
Navarra.
“La verdad que una de las claves del éxito es afrontar
cualquier tipo de partido de la misma manera. Es igual de importante un
partido donde se está jugando la Liga, que otro que se juegan la
Champions, el descenso…”
Javier es el hijo menor del colegiado navarro y a él también le
gustaría marcar tantos en la mejor liga del mundo. Alberto, sin embargo,
no puede dedicarle goles, sólo sonrisas, mimos y un buen ejemplo. “Éste
duerme con balones, pero el mayor, David, no quiere oír hablar de
fútbol; una vez me dijo que qué haría si le entraba hambre en medio de
un partido”. Alberto ríe rodeado de los suyos. Ya no está en la
cafetería. Ahora posa para un fotógrafo en su casa de la Rochapea.
Mi compañero lo intenta: “Pruebe a posar más relajado”. “Suelte los
brazos, no los coloque detrás de la espalda”, insiste. Nada. A pesar de
que Alberto no lleva la toga puesta, sigue siendo un árbitro. No está
rodeado de fútbol y aún así es incapaz de cambiar la postura que adopta
todos los fines de semana, cuando por protocolo posa para la foto junto a
los capitanes de los dos equipos de turno.
El fotógrafo desiste y ofrece su cámara a María, la mujer de Alberto.
Accede y mira a su marido por el objetivo. Él no cambia la postura.
Ella le hace una mueca. Entonces, el colegiado deja de serlo y se
convierte simplemente en Alberto. Sonríe, se relaja. María lo advierte y
lo inmortaliza tal y como ella le ve.
“Cuando le conocí yo era muy futbolera; me dijo que era árbitro y dije: ¡Jesús!, si son humanos”, explica.
Ella es el estandarte sobre el que Alberto se apoya cuando la mala
fortuna abandera alguno de sus partidos. María habla de él detrás de
unas gafas de pasta roja. Templanza, frialdad, firmeza. Alberto acapara
todas esas cualidades dentro del campo. María, sin embargo, quiere
mostrar su lado más humano.
“Antes de que entrase el año 2000,
me decía medio en broma: ‘Con la entrada de siglo te pido matrimonio’.
Nada más partir el año, me trajo un anillo de los chinos en plan
cachondeo; pero siguió para adelante”, dice. Sus palabras sonrojan al colegiado, que deja de posar, la mira y sonríe mientras baja la cabeza.
Dos fotos destacan en su casa. En la primera, un clásico: Alberto
posa para los francotiradores con Raúl y Puyol. En la segunda, aparece
saludando al Rey en la final de Copa del 16 de abril de 2008.
“Fue un partido precioso. Te acuerdas de todo, saludas al Rey, lo tienes grabado… El Rey nos dio la enhorabuena”, recuerda Alberto. El monarca debía estar en lo cierto, porque Alberto repitió en una final de Copa.
El colegiado navarro guarda una grata imagen de aquella primera final
y apunta que fue el momento más especial de su carrera. Su madre le
siguió desde el palco, sentada al lado de Raúl y de Casillas. Su mujer
intentó hacer lo propio desde casa. No pudo. Estaba embarazada de su
segundo hijo, Javier.
“Tuve que quitar el partido de la tele porque empecé con contracciones por los nervios”, dice.
La historia de Alberto es como la de una moneda lanzada al aire.
Salga cara, salga cruz, siempre habrá un lado que jamás se verá. Tres
días después de la final de Copa, Alberto pitó en Zaragoza. Lanzó su
moneda y firmó una buena actuación. Ésa fue su cara. Su cruz: no vio
nacer a Javier. Y no era la primera vez que Alberto ganaba y perdía al
mismo tiempo.
Su gloria es su suplicio. Cuanto más grande se hace, tanto mayor es
la nube que ensombrece sus vivencias familiares. Lo explica:
“Me he perdido muchísimas, en el último año he estado fuera 130 días”.
Su envergadura arbitral, sin embargo, ya pesaba cuando María esperaba
al primer retoño de la pareja, David. El colegiado fue designado para
pitar en el campeonato de Europa sub 19. El torneo se celebró en
Irlanda. Partió de Pamplona e hizo escala en Madrid. Allí, en Barajas,
se lo comunicaron: “Alberto, tu señora se ha puesto de parto”.
—¿No pudo volver? — pregunto a su mujer.
—Me dijo: ‘¿Qué hago?’. Pero es su trabajo. Le contesté: ‘Ya que te lo vas a perder, llega hasta la final’ —responde ilusionada.
Alberto conoció a su primer hijo 15 días después de que naciera.
Durante esas dos semanas se tuvo que contentar con contemplarle desde
lejos, en su habitación de hotel y a través de Internet. En María no
caben los reproches. Está orgullosa de su marido y lo deja entrever
cuando esquiva preguntas regalando elogios a los suyos.
—¿Por qué no ve sus partidos?
—Porque es duro.
El pamplonés nos espera en el aparcamiento del campo de fútbol del
UCD Burladés, un equipo local. Allí, la hierba mal cortada y la pista de
atletismo que acota el terreno de juego le han ayudado a seguir el
ritmo de chavales de 22, 23, 24 ó 25 años. Chavales como Messi, Higuaín,
David Silva o Cristiano.
“En España las pruebas de los árbitros
son más duras que las de Europa. Aquí las hacen cada tres meses y si no
las pasas, no puedes arbitrar”, expone el colegiado.
Alberto quiere enseñarnos en qué consiste uno de los tests que tiene
que pasar asiduamente. Un fotógrafo y dos redactores de Quality Sport
accedemos. Alberto, aún en el aparcamiento, nos conduce hacia su entrada
improvisada. “Hay que saltar esta tapia, el campo está justo detrás”,
dice. Saltamos.
“El interval consiste en recorrer doce veces 150 metros a un
ritmo alto. Después de cada 150 metros, descansas 35 segundos andando y
vuelves a correr”, explica. Undiano se coloca en la pista de
atletismo y comienza la prueba. El primer redactor (21 años) abandona en
la tercera vuelta. En la cuarta, el fotógrafo (22). El tercero aguanta
el recorrido completo, doce vueltas a la pista de atletismo. Alberto
apenas suda. El redactor es incapaz de hablar. Lo hace minutos más
tarde. “No te imaginas cómo tengo los gemelos”, se queja. El colegiado
pamplonés, sin embargo, le hace un regalo: “Estás hecho una máquina”.
Ya sentado a pie de pista, Alberto estira. Habla con las manos, las mueve continuamente.
—¿Cambian mucho los jugadores en función de si están dentro o fuera del campo?
El navarro responde de inmediato: “Hay muchos que se transforman”.
Sin dejar opción a una nueva pregunta, recula a medias y continúa
hablando.
“Ellos tienen una vida muy jodida, el martes son
dioses y el miércoles demonios. No se respeta la regularidad, hacemos
gigantes con pies de barro”, dice.
La conversación avanza. Un empleado de la instalación deportiva la interrumpe.
—¿Sois socios del club? —pregunta.
—No, soy árbitro de fútbol y suelo entrenar aquí —se adelanta Alberto.
—¿Por dónde habéis entrado?
—Saltando la tapia —responde el navarro.
—Pues la próxima vez entrad por la puerta como personas normales —concluye el operario.
Alberto se disculpa. Me mira, sonríe. “Éste debe ser nuevo”, dice.
“Tengo una obsesión: que saquen las manos en las faltas. Es muy complicado ver una mano”, prosigue.
La predisposición de aquel que no cesa en su empeño por hacer las
cosas bien es lo que Javier Lorente, concejal delegado del área de
Bienestar Social y Deporte del Ayuntamiento de Pamplona, supo ver en
Alberto. Cuando el colegiado pamplonés lanzó por primera vez su moneda
de cinco duros, Lorente era el presidente del Comité Navarro de
Árbitros. Sentado alrededor de una de las mesas de su despacho, afirma
que no le sorprende que el nombre de Undiano Mallenco suene en estadios
como el Santiago Bernabéu.
“La primera vez que le vi arbitrar
fue en un partido de Primera Regional, en Huarte, un pueblo navarro. Ésa
forma de arbitrar no era normal. Era demasiado joven para tener ese
control psicológico del partido”, explica.
Un día entre semana, Lorente invitó a Alberto a su despacho.
“Si te cuidas y si tu trayectoria sigue así, puedes llegar muy lejos”,
le dijo. El joven navarro no respondió. En palabras de Lorente, “se
quedó todo cortado”. Alberto no desoyó el consejo de su presidente.
Tampoco el de su padre, que le animó a seguir estudiando.
En 1996, el colegiado se licenció en Sociología por la Universidad
Pública de Navarra. Siete años más tarde, recibió el diploma que le
acreditó como licenciado en Ciencias Políticas. Esta vez, estudió a
distancia a través de la UNED.
“Cuando empecé mi segunda carrera estaba en Segunda B. No tenía claro que la fuera a terminar, pero por cabezonería la acabé”, expone.
Esa obcecación fue la culpable de que Lorente le ofreciese un puesto
en el área de Bienestar Social y Deporte en el Ayuntamiento de Pamplona.
Fue en 2008. “Buscaba una persona preparada, alguien recto e íntegro;
quería trasladar sus cualidades arbitrales a este mundo; era un puesto
para él”, recuerda el concejal.
Alberto escuchó la propuesta en una cafetería de la Rochapea y en
compañía de su mujer. Por momentos, el colegiado volvió al despacho en
el que años atrás le habían sacado los colores. La reacción del
pamplonés ante el agasajo de Lorente fue exactamente la misma. “Se quedó
un poco cortado y me dijo que me llamaría”, recalca el concejal. “Lo he
pensado y me parece un reto bonito. Acepto”: ésa fue la contestación
del colegiado.
Cumplió con todas las expectativas. No defraudó. Lorente rememora los
meses en los que Alberto estuvo en el cargo, apenas cumplió un año, y
se deshace en elogios: “Su disposición fue total, aguantó
descalificaciones, que hubo muchas. Estaba aquí a todas horas: mañana,
tarde…”. Y noche. Alberto ya era una persona ocupada antes de pisar el
Ayuntamiento de Pamplona. Mujer, hijos, entrenamientos, Liga, Champions…
No en vano, si una llamada de la policía le despierta poco antes de
media noche y demanda su colaboración, él se presta. “Una chica se quedó
encerrada en una unidad de barrio, marcó el 112 y dijo mi nombre. La
policía me llamó para que les acompañase”, comenta el navarro.
El colegiado trabajó a destajo durante aquellos meses. Dentro y fuera
del campo. Sus tareas propiciaron que tuviera que disponer de un par de
móviles. Familia, compañeros, prensa y Ayuntamiento se repartían entre
los dos aparatos.
Quizá por ello, Alberto recibió una de las noticias más importantes de su carrera a través de Internet.
Sala VIP del aeropuerto de Barajas. El navarro ha hecho trasbordo en
Madrid y aguarda la salida de su vuelo con destino a Pamplona. Está
inquieto. Acaba de publicarse la lista con los 38 árbitros
preseleccionados para acudir al Mundial de Sudáfrica. A pesar de que el
navarro sabe que los apellidos están ordenados por orden alfabético,
comienza a leer los que empiezan por la ‘a’. Lee, lee y continúa
leyendo. Casi al final, lo encuentra: “Undiano Mallenco, Alberto”.
Primero llamó a su mujer. Luego, a sus padres.
“Ya es seguro,
ya lo podéis decir”, les dijo. La tercera llamada se la dedicó a
Fermín, el asistente que lleva acompañándole desde que Alberto ascendió a
Primera División: “¡Estamos en la lista!”. Poco más tarde,
habló con Javier Lorente: “Javier, se confirma”. La designación de la
FIFA hizo que el colegiado no pudiera seguir atendiendo sus compromisos
con el Ayuntamiento de Pamplona.
—¿Cómo afrontó tener que renunciar al Ayuntamiento? —le pregunto.
—Me sentí muy dolido, pero me llevo muy buenos recuerdos de aquella época.
Lorente lo entendió: “Ojala todos los trimestres un trabajador de mi
área dejara el puesto por motivos como éste. 38 en todo el mundo…
“A nivel internacional es lo máximo a lo que un árbitro puede
aspirar. Nunca imaginé que pudiera arbitrar un Mundial pero fue un
sueño que se hizo realidad. La experiencia fue magnífica tanto en lo
deportivo como en lo personal y siempre tendré el recuerdo de que
estuve en el primer Mundial que ganó España”, sonríe ensimismado el colegiado.
No pudo repetir experiencia profesional en la pasada Eurocopa,
“estuvo un grandísimo árbitro español y a mi me tocó seguirlo por TV, pero no pasa nada”, espeta Undiano. De la decepción rápidamente ha pasado a la alegría.
“Ahora
mismo estoy pre-seleccionado dentro de un grupo de árbitros que
pelearemos por estar en el Mundial de Brasil y lucharé con todas mis
fuerzas”, anuncia. Es su próximo objetivo. Depende de sus
actuaciones cada fin de semana y de los partidos que le toque dirigir en
Champions. Su cabezonería navarra le va a ayudar a conseguir lo que se
propone. Si todo sale bien, estará en Brasil junto a Raúl Cabañero y a
Roberto Díaz como asistentes. Hay otro trío arbitral español que va a
pelear por quitarles el puesto. Velasco Carballo y sus asistentes,
Roberto Alonso y Juan Carlos Yuste, también están preseleccionados.
Corre junto a los mejores y no se le reconoce tal mérito. Está en la
élite, pero el fútbol le trata de manera diferente al resto.
“Mi familia, cuando ve mis partidos, está esperando a que acaben cuanto antes sin que pase nada. Todo es al revés”,
alega. El navarro afirma que los árbitros no buscan el agasajo. Tampoco
el dinero. Sin embargo, ansía que algún día se comprenda que los
colegiados son algo más que simples jueces: “Un árbitro es un
deportista”.
El partido está muerto. Unos temen el pitido final de Alberto; otros,
lo anhelan. Todos comienzan a tenerle en cuenta. Restan tres minutos de
descuento. Aún no es la hora. El árbitro alza las manos hacia el cielo y
dicta sentencia. El colegiado sale del terreno de juego sin heridas.
La tinta no sabe gritar, pero sí recordar, felicitar. Ahora sí: Alberto, enhorabuena. Buen partido.
Fuente: qualitysport.org